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Si usted, por si acaso, de forma milagrosa, se acuerda de mi, supongo que lo sera así por mi pasión desenfrenada, mi afición por las puertas endebles y por mi gusto en catarsis de putear a los verdes. Quizás se sorprenda en saber, mi estimado amigo, que ya no me gusta el fútbol. No como antes, no como ayer, no como cuando me aprendía de memoria la nómina de Israel, no como aquellas veces en las que rezaba, jugador por jugador, para que la Selección ganara sin complicaciones, no como cuando aquellos momentos de abstinencia sexual onanista tenían crucial importancia en los aconteceres de los partidos importantes.

El fútbol siempre me ha parecido - tengo que decirlo- un deporte, en esencia, de hombres aparentemente infelices, que sufren mil años por estrellas que en probabilidad no aparecerán jamás, cuyo amor por los pequeños detalles reconforta su infeliz vida de penas deportivas y tragos amargos. Esa idea es - confieso- la que ha alimentado mis pasiones y excesos de fuerza desde que por primera vez, en aquella cancha de San Fernando, vi fútbol para llorar. Y no es que sea "emo" o mas suicida de lo normal, la razón vital radica en aquella disposición de la vida de dejar sus versos hasta en el más pequeño de nuestros actos, en el más banal. En aquel susurro que parece dar a entender que la aguja en el pajar que es esa felicidad efímera en presente y ese asunto ilusorio que es a futuro, es precisamente un asunto de la vida en el fútbol. En aquella cuestión artística en la que el trazo, este en particular, fugaz en el lienzo pero eterno en la memoria, resulta ser un revulsivo para el alma de sus amantes; un trastocador de emociones en el que por sorpresa te puede tocar el llanto o la sonrisa. Esta obra, como todas, existe en tanto su público que la vive, la ame y la odie.

Nos han reducido el espectáculo a apenas la posición de amarlo por benévolo y descomprometido, al fútbol de estricto rigor, que vemos de lejos, ese que es fácil de definir en palabras técnicas, en adjetivos y emociones parcas. Hace unos años, recuerdo, FOX colocaba un micrófono especial en las tribunas populares, donde las plegarias santas de la platea ahogaban las voces caldeadas de los comentaristas cuando, de repente y sin aviso, acontecía un postazo que hacía temblar el alma colectiva del estadio, o cuando -Y lo comento con extrañeza porque esto ya no es permitido ahora- el balón se movía a lo ancho de la cancha en una seguidilla de toques sin mucho sentido cierto. Yo que veía el partido por tevé sentía la respiración agitada en mi nuca y el sudor ajeno, los “puteos” y aquella sensación de que, cuando todo terminara, podría ir a tomar del pelo a Galarcio y culparlo por el gol de un traicionero. Recuerdo también a William Vinasco Che cantando un gol entre el llanto, desde una cabina en quién sabe dónde. Nadie criticaba que se le entendiera poco, todos sentían la emoción del deporte en sus palabras atropelladas y sus quebrantos emocionales, que en cierta forma eran la representación de los nuestros. Ambos eran ejemplos del fútbol que no olvidaba su procedencia barrial, de emociones viscerales y desparpajadas; del fútbol que sabía que el estadio era una escala del potrero y los zapatos de cuero una metáfora de los primeros descalzos de barro; la levedad, entonces, era distinta, no se trataba de una habilidad física, sino de un atributo completamente artístico. Pero ahora, sin cuidado de aquello, nos damos a la tarea de colocarnos en posiciones políticas correctas para hablar de los comentaristas que se ponían el suéter y dedicaban sus gritos festivos a nuestro saco sentimental, como si esto fuera asunto propio de oficinistas; hablamos bien de los periodistas que, desalmados y fríos, preguntaban por táctica a los jugadores con sangre caliente en la cabeza y cuyo casete se repite una y mil veces, de la misma forma y en sentido contrario; le decimos grande a un jugador que se ha puesto y ha besado hasta los suéteres del servicio de alumbrado público de Luxemburgo; nadie sabia hablar de grandeza ni de mística sin antes tener que hablar del odioso poder del dinero.

La cuestión radica en que, el deporte rey, como le llaman al futbol, ha estado cambiando de formas poco convenientes: se ha empezado a pensar el fútbol de una forma minimalista para hacerlo encajar, a la fuerza pero sin ella, en la mediocridad de la pequeñísima cajita de colores que es la televisión. Desde entonces con el fútbol no se sufre, no se llora, no se palpita y andan todos giles con una sonrisita cacorra en la cara, como hinchas del mismo dream team, del mismo equipo de estrellas que lo gana todo y que, de no lograrlo, son siempre prescindibles y poco sensibles ante el fracaso. El futbol ha entrado en el juego de la televisión como divertimento. No pretendan ustedes llegar a casa, luego del trajín normal que supone un trabajo cualquiera (sobre todo en Suramérica), prender la tevé y sufrir con un equipito de esos que esperan inspirar el favor de los dioses para ver victorias encontradas con suerte entre cereales. No lo permita. No en televisión, donde el fútbol ha sido empaquetado. No si le dijeron que sufrir era antihumano.

Hace unos años veíamos a Maradona sobrepasar a Gordon Banks en un salto épico, que recordaba para los argentinos y para el mundo, aquellas tardes en las que la picardía en el campo era coronada con sonrisas y halagos. Esa fotografía del “Diego” con la mano en la pelota era, en cierta forma, la venganza por la violación territorial soberana en las Malvinas; aquella guerra entre tigre y burro amarrado por unas islitas de jurisdicción celeste, que si bien no fueron devueltas, tuvieron la suerte de ser lloradas con el jubilo de un gol histórico; la mano de un Dios. Algunos años después, quizás demasiados, tal vez desafortunados, Messi, el mesías del fútbol, hacía lo mismo con otro suéter y frente a un equipo de esos para olvidar. Todos los medios corrieron a comparar los hechos: Aquella pelusa que compensaba su pequeña forma con la mano, frente a aquel nomo que se avergonzaba de su pequeñez en el salto, ignorando siempre que aquella imitación era burda por cuanto carecía de valor artístico, pues desconocía el vigor histórico del momento y su significado emocional. Y así nos empacaron la magia del recuerdo en un presente mentiroso de poco significado, como en algún momento había sucedido con otras mil hazañas verdaderas, traídas a menos por la necesidad televisiva de llenar espacios vacíos a través de la reproductividad de lo irreproducible.

Y vaya si es irreproducible; lo es a tal punto que la estética futbolística latinoamericana nunca pudo ser representada fielmente en ningún juego de vídeo de este carácter. Fifa´s y PES´s, solo podían conformarse con traernos locutores mexicanos e incluir clubes de índole regional, para no desperdiciar el capital de compra de los lugareños. Era un problema ese de retratar las repentinas cortinas de humo en las tribunas populares, que siempre iban acompañadas de juegos pirotécnicos, también era problemático el asunto de los estadios imperfectos y su suciedad, así como la gesticulación y los detalles carnavalescos en las celebraciones de toda índole.

Todo era así, en esa medida, en esa proporción, hasta que la televisión, copiando modelos europeos que evitaban los sobrecostos, se limitó a hablar sobre sus recetarios; todos esos términos estúpidos por lejanos y anti lumpen que atiborraron la relación del publico con su espectáculo. Se hicieron campañas completas contra "el 10", aquella creación latina que ralentizaba el juego. La línea recta, la forma más rápida de llegar de un lugar a otro, se imponía en la arquitectura como en el llamado fútbol horizontal. El espectáculo dejo de ser el juego y su trámite; en su lugar se ponía el jugador icónico, sus confidencias y gustos banales y un juego que lo absorbía, como pieza de una maquina ordinaria. Pronto Latinoamérica se parecía a Europa en su forma de ver el deporte, en su razón reduccionista que pasaba con agilidad de resolver el problema de 40mil espectadores a solo resolver el de 22 jugadores y embutir en ellos los intereses de los demás. Así la estética no parece ser otra que la meramente formal, la del campo y sus objetos móviles; la pobreza táctica de los equipos que juegan con torpeza histórica, sus pases verticales y sus goles consecuentes, que ignoran por mucho el esfuerzo latino de “embellecer” sus estadios con tiras y papeles de colores. Así lo dice el menosprecio estatal a las iniciativas barristas y el apego por la noción inglesa frente a los hooligans. A estas altura ya no hay micrófonos fuera de cabina y se cantan goles por iguales. ¿Existe la ética sin estética?

Y de repente dejé de escuchar las historias sobre cábalas y maldiciones, sobre jugadores como Houseman que hacían goles de los que no se acordaban, sobre victorias memorables, sobre artimañas tras la victoria, sobre magia, sobre fútbol. Y tan pronto fue sucediendo, en mi el fútbol fue muriendo como muere el dato, en el olvido. Ahora solo veo a mi equipo jugar solitario en un campeonato "B" desértico, algo que a su juicio, el de ustedes, no será nada parecido al fútbol del Barcelona del mesías. Y me alegraría inmensamente que fuera así, pues habré de comentar con orgullo que esta pasión desbordada no cabe ni desmembrada en aquella cajita de tevé.


Contreras García