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Con su pequeña maleta caminó varios kilómetros y luego contempló el paisaje. Le parecía extraño haber llegado hasta ese lugar sin tener claras las razones de su viaje. Recordó entonces el cuadro de un artista. Era una pintura impresionista que mostraba a una mujer en la jungla mezclándose con la naturaleza. No recordaba el nombre del artista. Se sentó en una piedra y quiso recordar pero no lo lograba. Resolvió seguir el camino sin dejarse llevar por ideas sueltas.

Pasó una hora y llegó a una villa colorida con olor  a chocolate. Las casas eran de una forma extraña y variaban en sus tamaños. Las había más pequeñas que ella y otras totalmente enormes. ¿En qué lugar se hallaba? Caminó con desconfianza y se sentó en un parque que estaba en el centro de la villa. Entonces apareció un conejo blanco.

-   ¿Ricitos de Oro ya llegó? - preguntó el conejo.
-          ¿Quién?
-          ¡Ricitos de Oro!
-          No sé - le respondió ella.
-          ¿Y Caperucita?
-          ¿Me está molestando?
-          ¿Quién? ¿Caperucita?
-          ¡No, Usted!
-          ¿Qué pasa conmigo?
-          ¡Eres un conejo!

Se levantó en el acto siendo consciente de su locura. Corrió para alejarse del lugar. Entró a una casa desconocida y se percató del tamaño. Le fue imposible estar en pie. Se  puso de rodillas y empezó a recorrer el lugar. ¿Dónde había pasado eso antes?, se preguntaba. Encontró entonces, una chimenea con un fondo luminoso. Llevada por la curiosidad se acercó a la chimenea y metió la mano hasta al fondo. Una fuerza la llevó hasta el interior de aquel agujero sin poder siquiera notarlo.

Despertó en una cama extremadamente cómoda. Vio su cabello peinado y el vestido blanco que llevaba puesto. Bajó de la cama y vio al conejo sentado en una mesa redactando un documento. ¡Estoy enloqueciendo!, pensó. Buscó la puerta y se dispuso a corre, justo en ese instante una mujer entró.

-  Querida, por fin despiertas. Bienvenida. Te estábamos esperando.

-      Pero yo no la conozco - le respondió la muchacha.

-    Este es tu viaje. Por eso te estábamos esperando.

La muchacha retrocedió. Caminó hasta su maleta y la abrió. Encontró el cuadro que había tenido en mente. Volvió a mirar a la mujer y le pareció estar frente a una aparición.

-    ¡Eres tú! Eres la mujer del cuadro.

Recordó entonces a su compañero de viaje, y le vino una pregunta a la cabeza.

-    Dime, él también está aquí.

La mujer la observó complacida. Le sonrió y miró al conejo que sellaba la carta que estaba escribiendo.

-     Respóndeme – solicitó la muchacha.

-   Este es tu viaje, por eso te estábamos esperando – le dijo. 

     





Por: JulioCesar









Ficción de ansiedad #1

El día en que se perdieron los teléfonos todos empezamos a preocuparnos. Antes se habían perdido los retratos, apenas habían quedado de ellos las veladoras en los altares estériles y las flores. Nadie le dio importancia, todos estaban eclipsados con el reportaje especial de 24 horas sobre la variación del peso de las monedas en la gravedad de marte, algunos hacían ya apuestas sobre la imposibilidad de contar el dinero en el nuevo paraíso mainstream. Los retratos se perdieron esa noche, al tiempo en que Nick salia en la tevé salvando las bolsas bursátiles con su permiso de prorratear el metro cuadrado del planeta rojo. Solo a Bábaro, el harapiento, le abochornaron terriblemente las desapariciones; cuando el horizonte engulló al sol empezó a rabiar con el amargo recuerdo de esa tarde, recordaba con horror que, husmeando como de costumbre por los amplios ventanales del vecindario, no encontró el horrible retrato de de la señora Margaret Stiercol, ni el molusco verrugoso del señor Persi Macster, ni el seño fruncido de los Andolini, en cambio encontró con indignación la cara atormentada de unos espanta pájaros sobre cada uno de los bufetes del barrio. El pobre Bábaro, indignado, se ahorcó esa misma noche pendiendo de la luna y a la mañana no hubo rocío. Los teléfonos desaparecieron 2 meses después y todos entraron en pánico, los primeros en asustarse fueron los anónimos incendiarios, de ahí nos cagamos todos.

Memento

Acaba de desplomarse el día por mi ventana. Su última lucecita despeñada, madura y rojiza, como duraznos sangrados, ha desaparecido a espaldas de aquellas casas apasteladas que colindan con el fin. Es mi recuerdo más remoto, todo lo demás se ha quedado en mi almohada.

No distingo esta de entre otras noches, no puedo y sin embargo me parece que se hace triste entre ese montón de nubes paralizadas, como parches en esos ojitos tuertos. Debo haber estado acá por mucho tiempo, durmiendo de pie frente a esta ventana. No lo recuerdo, lo intuyo así por el sabor pálido de la saliva pastosa y por el dolor terrible de mis talones. Veo marcas en la pared: tres garabatos esquizoides, entre esos un peculiar triangulo invertido, comido como por ratones en su costado; siete marcas feroces sobre el marco, una sobre otra, la ultima dice “173”; y, en un rinconsito custodiado por pedículos marchitos, el retrato de ella, como el de un fantasma, a quien he empezado a amar de solo verle. Entre toda esta miseria sonríe conmigo, con otro, de algo que le digo, de algo que le dijo otro. Sonríe y no se cansa. Y yo, que soy de risa fácil rompo en carcajadas hasta doblarme en el suelo. Siento que amo toda su eternidad, ese instante hecho a la medida. Siento que me ama, porque apenas yo puedo verme en sus ojos. Siento que me ama porque solo yo puedo verme en sus ojos. Siento que me ama porque solo estoy yo en sus ojos. Siento que me ama. Me ama. Se diluye a mordiscos la apertura, alguien está lleno de mi, la espiral se consume y muero… muero cada vez que olvido y olvido luego todas mis muertes.

Ahí la esperé siempre...

Mamá me dejó ahí, puestesito, con mis piecesitos colgando sobre el suelo. Dijo que ya volvía, que entraba no mas y salía. Se despidió con una sonrisa rota y entró a un despacho azul, con ventanales rugosos y separadores de madera barnizada. Entró ahí y no la volví a ver. Me dejó ahí, puestesito, solo, solo como siempre, solo como yo siempre, en un rinconsito de ese patio basto, ahí en un asiento empedrado al lado de esa virgen que no da seguridad de nada. Miré intermitente a un niño en la puerta del despacho, que jugaba muy tranquilo con sus juguetes descuartizados, jugaba al carcelero y estaba tranquilo, ahí en medio de la nada pero tranquilo enrejando parias. Yo esperaba a mamá, cuando volvió ya estaba frió, con mi cara pálida de soledad. Mamá no me dejaba coger del miedo, cuando me sentía tembloroso me arropaba con su blusa y me daba de su seno, ahí me escondí siempre, hasta que casi, casi se lo apostemo de tanto mamar. Ahí la esperé siempre a mamá, en el asiento empedrado, cuando pies no colgaban sobre el suelo, con el mismo frío, con la misma cara pálida de soledad, ahí bajo tu blusa mamá, extrañándote, en tu seno, ahí.




Ricardo Contreras García