Recuerdo aun, que me sentía desahuciado, cuando cruce el marco de la puerta las piernas me temblaron y estuve a punto de caer, un policía del penal me condujo hacia el lugar asignado. Ya sentado y acomodado en las sala de visitas, aun un poco mareado, presto a la espera, lo vi venir, calzaba unos tenis de golf blancos cuidadosamente lavados, un pantalón de lino a rayas y un suéter polo sencillo, gozaba además, de una figura esbelta, un rostro limpio y carismático; debo confesar que no era lo que esperaba; rápidamente y al compás de sus pasos mi miedo supo desaparecer.
− Que tal caballero como me le va − Saludó cordialmente, me tendió la mano y luego aparto la silla para sentarse, se arremanguillo un poco las botas del pantalón y dejo ver las tobilleras finas que calzaba, monto una de sus piernas sobre la otra de forma delicada, mientras que con sus manos acomodaba sus manillas.
− Te noto un poco agitado y sudoroso − le cuestioné, el sonrío y me confeso amablemente que su agitación se debía a su timidez, pero el sudor que le corría por el rostro, era fruto de su realidad como presidiario, según me contó, eran diarias las amenazas que recibía: “el capo” del patio, a quien Héctor prefiere llamar “señor”, era el esposo de una de las victimas que engrosaba su historial homicida. El sudor en su rostro era entonces por causa del trajín diario para salvar su vida.