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Con el gélido aliento de enero, así recibió el barrio mi avistamiento nocturno, como si fuera yo un artilugio de mal augurio, un andante escupido por demonios o un dado sin números de suerte.
No era vano el presentimiento del asfalto, su espíritu de barrio calmado, y a veces muerto, recibía con amargura mi presencia, pues desde las ocho horas del primer día de febrero había temido lo peor; un extraño sentir extrasensorial insinuaba a mi alma tranquila un estado de alarma continua.
Por eso, después de llegar a casa, revisé la correspondencia con angustia y presteza justo para encontrar lo que temía; una carta improvisada, sellada con viruta ante el apuro y escrita con una pluma con tinta de arado.

“…Por mis senos ha huido el agua de un rio salitre que seco su fuente; rio que deberá mantener su tierra árida ante la virtud procaz de vivir.
Las brujas, las rameras y vasallos inútilmente poderosos que se bañaron con júbilo en el rio, dejaron  sed sobre sus aguas paridas con sufrimiento y llamaron la ira de las maldiciones revertidas de arpías y saetas que sentenciaron sin meditaciones su destierro forzado.
Después de vivir con el alma despatriada, el rio no querrá ser rio sino un rosal de vastas espinas y gusanos propagadores de muerte, vulnerables únicamente a tu presencia, que le protejan de las pérfidas y estantiguas.  Solo tú me harás volver…”

La carta estaba ultimada con la firma de su nombre acompañado por el primer apellido del mío.
Un beso de mi boca volvió a sellar la viruta rota sobre el papel de tabaco y desde entonces mis ojos desataron su furia cristalina sobre el mundo, convirtiendo mi cuerpo en cause de un rio en busca de exilio; en busca de su cuerpo desnudo sobre mi cause estéril; en busca de una nueva patria para el amor… pues no me debo a la tierra en la que he nacido más que a la mujer que toleró mis dejos desfallecidos; no pertenezco a la tierra más que al amor.


Ricardo Contreras García

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