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Con que desprecies a la gente ya me resulta suficiente… pero no quiero ser escueto en lo que digo por no parecerme a lo que piensas. De momento quisiera describirte como uno de esos jóvenes de ayer, posiblemente un nuevo Dorian Grey.

Alguna vez un Abuelo me enseño que la verdadera juventud no consistía en un rango de edad, ni mucho menos que eso en las texturas de una piel, la verdadera juventud consistía en la inquietud de cuestionar, en la manera como, a veces, se llegaban a preguntas sin respuestas. Y como veras nada tiene que ver esto con tu mocedad banal y vacía. Entendería yo que eres un escupitajo de aquellas serpientes que tranzan, cogidas de la cola y ubicadas por aquella mano invisible que todos temen en describir y que, por decir poco, no es más que fino despotismo de buenos términos.


Tu rostro maquillado muestra la máscara que te esconde, tus ojos grises con sus parpados estirados no conocen llanto del sufrir de mi país, tus cachetes robustos de la gula y el dinero, piel sin poros y tus manos… ¡oh! ¡Tus manos! sin cayos de trabajo, dadivosas de pútrida pulcritud, lamentan que te domine la vos a gritos cuando la inteligencia te traicione.     


Lo que te diferencia de los otros es que, en los últimos, las palabras pesan para romper los muros de su cuarto mental, demoler hoteles y en casos excepcionales hasta para devorar los muros de Berlín; en cambio las tuyas son ligeras como las hojas, no son del viento la brisa, son del viento un lamento que se arrastra con dejos desfallidos por los riscos del destino.

Tus bacanales no se parecen a los de los hombres que se resisten a la necesidad, son bacanales del esnobismo que nunca conoció significados. Tu imagen es fría, quizás, un poco, como tu suelo, pero nada te vale para asesinar.

Es por tanto y más que espero con ansias tu muerte, ojala como la de la lluvia sobre el asfalto… sin doliente. Quisiera ese día despedirte con el epitafio de Marechal “Somos Padre de los piojos, abuelos de la nada”.

Ricardo Contreras G.



La heladería donde solían comer aquella copa con tres bolas de helado de distintos sabores, la habían demolido la semana anterior a esta. Era un lugar atiborrado de gente, con un gato siempre en una de sus esquinas pues la dueña del lugar era una mujer excéntrica, que vivía rodeada de gatos e incluso, se empezaba a parecer a ellos. Se lamia las manos para limpiarse, ronroneaba de vez en cuando y por las noches, le gustaba caminar las calles mientras fingía algunos maullidos. Pero los helados, eran misteriosamente deliciosos.
En la fotografía, se veía al fondo la mujer-gato -como era llamada por sus clientes-. Y los dos eran el punto de atención. Estaban frente a frente cada uno con su copa de helado, como en una pintura realista. Un cuadro que mostraba a una pareja sin historia. Ver la foto sólo le permitía a cualquiera suponer que estaban felices, pero no saber cómo había llegado hasta allí.
Para Diego las cosas eran más claras. Recortó cuidadosamente los bordes de la fotografía, y la colocó junto a las otras. La mañana se le había ido demasiado rápido, como pasa siempre en el mes de junio cuando ocurre el solsticio de verano. A las 5 de la mañana el sueño había abandonado su habitación por completo, mientras él trataba de adivinar la forma de las sombras que se reflejaban en la pared de su cuarto y entonaba mentalmente una canción de Mecano.
Sabía lo que debía hacer. Eso de quemar osos, cartas y demás actos de locura, le parecía hazañas poco racionales y un insulto a su madurez mental. Siempre dormía con un pantalón verde a rayas, una camisilla blanca y sin calzoncillos para no sentirse acalorado. Tenía una extraña compulsión por estar bien peinado, incluso, para dormir. Se levantó de la cama, y sacó todas las fotos que tenía con Marcela.
Cerca de 100 fotos había pre-seleccionado dentro de unas mil. Le gustaban las fotos en donde se veían sonrientes, otras en las que ella se veía bella sin importar la pose. Diego no era muy fotogénico pero ella lograba sacar su mejor cara, capturarlo de tal forma que hasta él se sorprendía. Era una excelente fotógrafa, por algo siempre escogían sus fotos en las publicaciones universitarias.
El collage que había resultado de la combinación de cada foto seleccionada, le resultaba casi aterrador. No había encontrado una mejor forma de exteriorizar lo que había estado sintiendo durante esos dos meses. No había razón para odiarla, ni para negar su recuerdo. Los besos que ahora se resbalaban en la boca de otro, eran una herida profunda que le había quedado pero que necesitaba cicatrizar. Y las caricias que se habían secado en su piel, serian el terciopelo que acariciaría a ese otro dueño de sus noches.
Pero todas esas ideas, no eran más que una forma de lastimarse. Pensaba que imaginarla fundida con otro cuerpo, sería el remedio a su eterno recuerdo. Suponer las manos de otro recorriendo toda su silueta, lo mantenía despierto. Ahora, era consciente que esa sombra que era su recuerdo no se iría. Tomó el collage y lo montó en la pared que daba justo al frente de su cama. Tenía entonces, muchos motivos para recordarla.
***
Aunque los helados los hubiese cambiado por el vino tinto y el champagne, las citas en el parque y en la Universidad por los viajes y las discotecas de estratos altos, Marcela guardaba siempre la ilusión de ver una sonrisa de Diego a lo lejos si algún día se re-encontraban. Había leído sobre mujeres consumistas que sólo saben gastar, y ella toda una mujer moderna, de metas y propósitos, se sentía como una Barbie “in a barbie world” al mejor estilo de Aqua.
Las cámaras fotográficas no eran necesarias, siempre había quien tomara las fotos. Ella sólo debía preocuparse por posar correctamente. Si miraba muy fijo, daba la impresión de ser una mujer lasciva, si miraba muy tímidamente daba la impresión de ser infeliz. Debía cuidar cada detalle.
Siempre recurría al mismo método para no sucumbir. Respiraba profundo y montaba un pie sobre el otro para pisarse por algunos segundos. Llevaba consigo, en aquel bolso de material sintético rojo que combinaba con sus zapatos de gamuza, una fotografía en la que estaba con Diego en la heladería de la mujer-gato. La veía para creer, que en mitad de su vida de muñeca, había una realidad distante con la que había sido feliz. Pero ser feliz no es lo más importante, o eso solía creer.

Por: JulioCesar