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“Vida paria en la burbuja inmobiliaria –  Canción Comedor Piquetero, Andrés Calamaro, Álbum Lengua Popular, 2003.
   


Algún tiempo después, como congelados en una burbuja de tiempo, el espíritu de la Cartagena que renegaba con miedo y asco contra los “chambaculero” sigue vivo. Cartagena es ahora, como lo fue siempre, una ciudad pensada desde afuera: desde el centro para los “ojiclaros” que viven cruzando el charco.
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Alguna vez, hace ya un buen tiempo, escuche de un incendio en una de las colmenas del mercado de Bazurto, y de inmediato, con gran inocencia, pensé en aquel incendio que había acabado con el antiguo mercado de Getsemani, del que, como me contaba mi abuela, se rumoraba intencionalidad estatal por la anuencia por “recuperar el espacio público”, y del que, me seguía contando mi abuela, más de un cartagenero gozo con su erradicación y  posterior reubicación; afortunadamente el incendio de Bazurto fue menor, pero la urgencia por su re-reubicación y re - erradicación tanto en la agenda política de los candidatos a alcaldías, como en las conversaciones furtivas con taxistas, así como la presión en los murmullos de las busetas, me hiso pensar que era posible una intencionalidad en la que el fin -justo o injusto, no importa- justificara los medios -inhumanos o humanos, tampoco importa-.



Últimamente el problema parece encontrar un nuevo desenlace perturbador: Transcaribe se comprometió a cambiar la cara del lugar sin, al menos, promover la iniciativa entre los deslegitimados “agresores del espacio público”, como suelen llamarlos las autoridades. El resultado ha sido nefasto, dejando como saldo 2 concesiones del tramo en total y absoluto desierto o, en palabras de barrio, ninguna constructora  -ni siquiera los tan honorables, proactivos y veloces señores Nule- ha querido asumir ese “chicharron”.

Al parecer el diseño del componente social del proyecto, es decir, su socialización con la comunidad, la posibilidad del disenso, la opción de otorgación de sentidos y el aporte de las voces populares a la configuración de su propio espacio han sido un instrumento secundario reducido a encuestas y a grupos focales que no ha merecido la atención necesaria y que, por tal motivo, ha condenado al proyecto a enfrentarse con hostilidad a sus propios destinatarios.

En la ciudad hay aun quienes piensan que la pobreza es producto de la autodeterminación, que es un problema por sí solo del que desconocen sus matices y su causas, y es precisamente  desde ahí donde surge la deslegitimación al trabajo informal de Bazurto y sus comentarios que a veces parecen formados en academias Hitlerianas del pensamiento por su alta carga de odio racial y social (también miedo) que son incluso hasta contradictorios cuando se mira la alacena y todo lo que se encuentra proviene precisamente del odiado lugar de concurrencia comercial popular.  También hay otros más cuerdos, digo yo, que piensan que mas allá de enfocar el discurso hacia una reubicación o un total exterminio de un neceser citadino, lo único cierto es que la ciudad merece un mercado digno, asequible y accesible.                 
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Como “en los tiempos de la cruz y de la espada, del ahumado candil y las pajuelas”, las calles siguen siendo “callejuelas” y que me perdone el Tuerto López pero sus “carabelas” jamás “se fueron de su rada”.

Y es que, como “ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos”, hoy, como ayer, las calles se siguen construyendo como callejuelas pequeñas en las que, en ocasiones y con mucha suerte, apenas pueden pasar tres sin raspar sus hombros. El camino de las callejuelas, que algunas veces conducen a alguna iglesia, está siempre marcado por portentosas rejas que no solo dividen la propiedad privada de la pública sino que también demarcan el lugar del miedo y el de la seguridad y es, posiblemente eso último, la más notoria variación arquitectónica frente a la de la antigua colonia: la evolución paranoica del miedo y su incidencia en la deformación de la comunicación kinésica y proxémica de las colectividades barriales; antes, al menos, hacían cabildos para luego verlos fusilados.

“el amigo sale poco de su casa, tiene razón
Allá afuera todo el mundo va armado”
Canción Minibar, Andrés Calamaro, Álbum Lengua Popular, 2003.
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La Universidad de Cartagena fracasó como publica y se ha enfrascado en ser cada vez más privada, tal es el grado de privatización que por las calles de la ciudad algunos ya señalan a la Universidad Tecnológica de Bolívar, academia impulsada por la cúpula empresarial de la ciudad, como “la mas publica de las privadas”.

Puede ser que, como dice Ricardo Chica, docente de la institución, la “baja autoestima de la ciudadanía”, el poco interés de defender el derecho a la educación pública y la animadversión por la otredad,  hayan llevado a que la cobertura pública - “de todos”- de la Universidad solamente alcance para titular los apellidos más prestantes de la ciudad, pues el proceso de selección así lo depara, exigiendo un estándar académico escolar al que es más fácil acceder desde los colegios privados. Aunque también se ha tenido la compasión infructuosa de guardar cupos de misericordia a los habitantes de las poblaciones del departamento de Bolívar, para, algún tiempo después, verlos en la penosa necesidad de volver a sus provincias por su incapacidad de llenar el vacío académico dejado en el salto abismal entre colegio y universidad.

Algunos de sus hijos se han empeñado en incitar al pensamiento, descuidando por supuesto la pajita en el ojo propio, descuidando que la reflexión filosófica de lo que le atañe a la ciudadanía debía empezar precisamente por pensar la Universidad y los derechos constitucionales que le corresponden, como un lugar de todos y para todos, pensado por, desde y para la ciudad; sin embargo ellos, demagógicos y sofistas, andan orondos y pasivos, con cierto aire de prepotencia y con un ideario liberal debajo del brazo ¿Pensar?... Sí, pero… ¿Cómo quien?... ¿Cómo ellos?... Bah!!

Los otros, que también son pasivos, al menos debían limpiar su conciencia y luchar por una U  inclusiva y realmente pública.               
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“!Ey! Aguanta chofe que no es ganao”
Es lo que se oye con frecuencia en las busetas de transporte público cuando éstas, avezadas y valientes, rompen el orden de las calles para cumplir con sus tiempos, pues antes, algún tiempo antes, cuando no corrían, anduvieron por las calles con tanta presteza que vieron como hasta los peatones más sosegados les sobrepasaban. A este punto ya poco importa la gente (o la carga, dirían ellos), el  negocio es siempre lo esencial, y si algún usuario preocupado reclama por su integridad o por la de los demás, tendrá como defensa del chofer ese argumento “el negocio es lo esencial”.

Y vaya que lo es, hace algunos años implementaron un pequeño sensor dejado por el funcionalismo del norte, para el cual el usuario no es otra cosa que un dato: una mercancía que engorda la billetera de sus dueños a costa de un rubro de interés público, a eso es lo que los gringos llamaban retroalimentación: A una interpretación cuantitativa del hombre. Eso me ha llevado a ver que en ocasiones, por su prisa, acostumbran a ignorar a ancianos, mujeres con niños en brazos y mujeres embarazadas, debido, supongo, a la lentitud con la que suben y al costo que eso les representa por la estupenda función de un torpe sensor que no sabe distinguir entre uno y otro.


Angie Gomez Poveda



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