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Miraba a través de la ventana, hacia un punto perdido en el horizonte, mientras Andrés me hablaba de un amor suicida, de la sangre de sus líneas pesadas, de cómo las musas desaparecían en el paraíso, me decía convencido que el amor es la sal de una herida que nunca cicatriza.

El, que había entrado en su etapa camboyana, después de aspirar el napal de la victoria en Apocalipsis Now, comenzó a hablar sobre su puta, amante del sado, que se encantaba de  guardarle en el placard para jugar a las escondiditas indecentes, pero que se encantaba aun mas en sacarle de su espacio voyeur cuando se escuchaba un adiós posesivo y el chasquido matutino de la puerta. “Tras la puerta todo calma tu gemido” le decía, mientras rasgaba sus vestiduras ligeras.

Dijo también, orgulloso, haberse aburrido del dulce vacío de la vida ligth, de los días mansos en que ya no le restaban deseos por pedir y había poco que mirar, de las empanadas y el vino.  En cambio sugería haber disfrutado mas cargando la cruz de los “mala vida”, que de no haberse suicidado ya, seria por haber recurrido a la cobardía, dejando la gran alfombra roja del moscardón, esa que parece un corazón, al filo de la espada del cruel destino. “Mi muñeco vudú se perdió en la tormenta, con mil alfileres clavados en mi corazón en venta”.          

Y yo que pensaba en volar encontré una razón: después de mil arrullos, de dejar la cama deshecha, de desperdiciarme en el diván, de confiar mi peso en los hombros del tiempo, pensé que para llegar tendría que arrastrar el pecho sobre el asfalto, con el morbo de un sado, con el afán de nunca ver cicatrizar mi herida y con el miedo de no guardar una de tus fotos, para verla luego en mi cajón, porque vivir no es vivir sin libertad y quien querer. Voy a poder... si nunca sale el sol.      

“Quiero volar entre los edificios
y saludar como gaviota” –
El viejo Andrelo, el buen salmón 

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