Mi
abuela, mi bisabuela, partió de nuestro lado en un momento que nadie lo
esperaba. Fue una noche extraña. La lluvia empezó a caer como si la misma naturaleza se lamentara o le
diera la bienvenida a una persona a la
que llevaba tiempo esperando. La mujer de roble que había sido mi bisabuela,
poco a poco bajó la guardia ante los años. Pero
siempre mantuvo esa mirada ceniza, como debería ser la del fénix,
una mirada que reflejaba su vida, y su
dolor.
Con
su partida descubrí que es cierta aquella frase que sentencia que es mejor amar
en vida –y decirlo- que esperar a después. Mi abuela era la abuela de muchos,
de todos. Fue además, madre para hijos, nietos y bisnietos. Recuerdo que en sus
mejores años tenía la risa como el
repique de un tambor. Y que, además, poseía unas terquedades únicas en
ella: los cigarrillos de la esquina son
amargos, mejor compra los de la otra calle.
Su
casa siempre acomodada, era humilde pero limpia. Lavaba en el baño. Hacía del
jabón una bola para que rindiera más. Con una botella empezaba a darle golpes a
la barra hasta hacer desaparecer su forma rectangular. Mi bisabuela, mi abuela,
será eternamente la mujer de roble porque reunía a toda la familia, y porque,
gracias a las historias que nos legó en vida y que todos en la familia
conocemos, ella continúa viva entre nosotros.
Muchos
sintieron, con su partida, que le habían quedado debiendo algo. Le adeudaban
una visita, un saludo, una sonrisa, un abrazo. Pero sé que mi abuela allá donde
esté, no está pensando en eso. Lo que creo, es que ella debe estar disfrutando
de sus nuevos compañeros, debe estar contándoles las historias que conocía de
nosotros, y cocinándoles el mejor arroz con coco que pudo existir de este lado
del universo. Y pronto, ellos, sin darse cuenta, se encontrarán jugando una
partida de ludo con ella. Pero que se cuiden, porque no es fácil matarla en el
juego.
Dama del viento.
En
un pueblo cuyo nombre ahora no recuerdo, fue donde ocurrió el suceso. El compadre
de mi bisabuela - ¡su compadre! - Le perjudicó a la niña. Ésta con solo 15 años
ya estaba embarazada. Mi bisabuela persiguió al culpable con machete en mano,
pero ya nada se podía hacer: el bebé nacería. Así me lo contaron mi bisabuela y
una tía, hermana de mi abuela.
Esa
niña a la que perjudicaron es mi abuela, la madre de mi papá. Ella es como un
motor que nunca pierde potencia. Se mueve a su propio ritmo, quizás el de un
porro o un bolero de los que ella recuerda. Su sonrisa está afectada por los años pero es franca, y cuenta cuánto vivido y
sobre todo, cuánto ha fumado.
Su
sueño de niña, como me lo contó un día, era recibir la primera comunión de la
mano de un obispo. Y así pasó. Su sonrisa de dientes deteriorados aparece
cuando recuerda su vestido blanco, pero mi abuela le huye a los recuerdos. Y es
que cuando empieza a rebuscar en ellos, sus fantasmas le lanzan zarpazos. Así
que prefiere ir por los laditos de la memoria, rondándolos lentamente, como
quien anda por un camino minado, para pisar sólo los recuerdos que no hacen daño.
La
mujer de los matices - un día madre, siempre hija, y con los años abuela- fue
tejiendo un destino extraño en medio de las parrandas y el trabajo. De lejos
parece una anciana débil color sepia. De cerca adquiere colores, tonalidades
brillantes, y en la mirada se le refleja la fuerza.
Recuerdo
los barriletes y a ella. Recuerdo cómo resistían en el viento, sus colores, sus
insinuaciones de libertad y las formas que lograban dibujar con su vuelo. Ella
siempre fue como un barrilete que jugaba con el viento, pero ahora empieza a
perder altura.
Cuando
cada fin de año vuelve a casa, todo cambia. Se llenan los rincones de su
energía. De sus colillas. Cuando alguien llega a visitarla y la llama vieja,
sonríe para disimular. Y luego, con toda la calma del mundo, la que la invade
en ese instante, inmediatamente responde: “viejo es el viento y
sopla”. Recuerdo los barriletes.
Un rastro en la
cocina.
El
silencio de la noche lo rompe mi abuela, a veces con un ronquido o con el
sonido que hace en la cama cuando ella cambiar de posición. En ocasiones lo
hace con el tintineo de los platos en la cocina, cuando anda como un fantasma
acomodando todo. El silencio va cediendo paso a la habitante de la noche que se
asoma a la ventana esperando descubrir un suceso en mitad de la calle, un
cuento que contar en la mañana.
No
tengo una imagen clara de cómo era ella en otras épocas. Viene a mi cabeza una
foto que mi mamá guardaba y en la que una mujer aparecía con su rostro
impasible, vestida de azul. Son un poco parecidas
madre e hija. Esa es la imagen más joven que tengo de mi abuela.
El resto es un collage de momentos que juega con mis emociones y me deja
exhausto. La recuerdo, con más claridad, como un visitante cada navidad y como
la posibilidad de un regalo.
Ahora
anda rodeándonos a todos. Va y viene. Se sienta en la mecedora y empieza a leer
las noticias, luego me cuenta a quién mataron y por qué motivos. Cocina. Se le
quema el arroz. Le echa ajo puerro al pollo. Entre guisos y novelas se le pasa
el día, mientras se esfuerza por mantener la dieta. Cae nuevamente la noche y
ella se enrosca. En la cama, con el cuerpo, va describiendo un sueño profundo
que por días se le hace escaso.
El
silencio de la noche lo rompe mi abuela, cazando ratas con la escoba y poniendo
veneno detrás de la estufa y la nevera. Va dejando un rastro en la cocina como
lo deja el comején. Va marcando su ruta con cada porción de veneno que va
poniendo para no olvidar dónde ha estado.
Ahora
se le ha dado por andar despeinada, y por ratos me da la impresión de que se nos
ha envejecido sin que nos demos cuenta. Pero al mirarla de nuevo, sigue
intacta, con todos sus años mirándola con envidia desde el closet, mientras
ella sigue placida. Sospecho que un día no veré su rastro de comején y que la
casa extrañará su presencia. Sospecho que, como mi bisabuela, empezará a vivir
en los recuerdos y en los sonidos de la casa.
Por: JulioCésar