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Crecí oyendo las historias de mi padre sobre una ciudad perdida en el cielo, que aparecía en la cima ñata de una meseta, sitiada por el escarpado relieve de la cordillera. Yo imaginaba un prado enorme y florecido, plagado de diminutas casas de bareque y techitos rojos, divididas por pastizales preñados de vacas y cabras traviesas correntinas.
Recuerdo que en sus historias siempre hizo notar su resentimiento contra un ogro de aquella pradera pendida del cielo, que había osado, sin justa razón, a tallar su cuerpo con arremetidas endemoniadas, cuyas zarpas se habían hecho notar en el lienzo de su piel y quien le había exiliado de su terruño de bareque tras algunas de sus injustas agresiones.
Bogotá era, en sus calles, una ciudad de mierda, desprovista de los lujos que hoy la colman, con ínfulas europeas que solo alcanzaban a hibridar su cultura; poco había de aquellas praderas soñadas, mucho menos de aquellas cabras o vacas, solo carros y mugre replegado con odio por las frías callejuelas de aquella falsa metrópolis.
El ogro me recibió sentado desde el comedor, virando su cabeza hacia mí con una sonrisa irónica que se dibujaba en su rostro. Aquella sonrisa desliñada se había dejador ver antes, en algunos retratos en sepia; incluso, me atrevo a decir, que es una herencia genética que ha adornado los retratos de su prole, sin embargo es una marca que se ha esfumado en el semblante de los hijos de esta nueva generación; eso me hacía pensar que aquella ironía risueña se debía a la manera como encubría, de manera cómplice, las tristezas de una realidad cruda; de esto no podría pensar que aquella ironía era una burla hacia el mundo, sino una sátira que les caricaturizaba a sí mismos.
Cuando el sol hubo de ponerse justo al frente de mi ventana, la puerta se corrió y el ogro apareció con otro de los suyos en sus manos; cargaba entonces uno de esos cereales provistos de otro de tantos extraños ogros africanos, le llamaban Melbin y salía en las propagandas de kellogs. El otro ogro, mi abuelo, tomo una cuchara que se ahogaba al fondo del plato y la puso en mi boca cargada de cereal; su sonrisa era tierna y sus manos acariciaban con brusquedad y torpeza primeriza mis cabellos lacios.
Ambos ogros, a su manera, habían hecho algo hermoso para mí, sin embargo debo admitir que esas caricias y ese amor tardío no me pertenecieron: fueron siempre el pacto de una paz que aquel ogro quiso firmar en su, ya solo, corazón, que se atormentaba en la selva de dudas y culpabilidades, y cuyo rastro, dejado al paso de los errores ciegos, había tallado los surcos en su piel marchita y había espolvoreado aquel polvillo plateado sobre su cabellera. Mi padre jamás dejo de pensar que era un ogro y el, atormentado, prefirió olvidar el mundo, olvidarse a sí mismo.

Ricardo Contreras García