Con la sonrisa a medias, sus manos sosteniendo las de ellas y la mirada fija en los ojos color miel de esa mujer, juró quererla. Mintió. Besó sus labios como tantas veces lo había hecho antes, solo que por un momento creyó descubrir la amargura que le producía hacer eso.
Ella, sonría a todos, se aferraba a su brazo con tal fuerza que nada en el tiempo hubiese podido desprenderla de su lado. Su vestido azul cielo, sus zapatos perfectamente combinados y esa sonrisa, eran toda la magia que la acompañaba ese día. El resto, era una obra de teatro bien ensayada.
Sabía que en ese instante él no estaba totalmente feliz, sabía que estaba ganando una batalla a medias, sin embargo, se sentía triunfadora ¡perdedora! Se condenaba a una vida llena de fotos con poses perfectas, de esas que se cuelgan para que todos puedan observar, pero que distan de los rostros reales.
Ambos tomados de las manos saludaban a todos los presentes. El matrimonio es de esas ocasiones que todos celebran, en las que cada quien brinda por algo distinto, pero que en el fondo, guarda su dosis de costumbre y de vanidad.
Ella y él no serán el mejor de los matrimonios, pero al menos lo aparentan: salen a vacaciones juntos, se llaman por “osito” ella a él y por “muñeca” el a ella. No serán el mejor de los matrimonios, pero al menos son reconocidos como tal: con televisor plasma incluido, juego de comedor, cubiertos de plata y una cama bastante grande para dormir lejos el uno del otro.
Hace algún tiempo, cuando aún era pequeño, jugaba en la sala para saciar mi instinto infantil, muy a pesar de las advertencias de mi madre por preservar los adornos de una casa ornamentada con nostalgias. El juego de lo prohibido siempre fue el más llamativo, así que continúe picando el balón en la alfombra e ignorando los siempre premonitorios sermones de mi madre. No tardé mucho en averiguar las consecuencias. El balón picó sobre un grumo de la alfombra, se desvió sobre una mesa de centro cargada de chécheres y de inmediato vi en el suelo los fragmentos del jarrón más valioso de la casa.
El jarrón era de aquellos que presumía su valor a simple vista de desprevenido, había estado bajo custodia de mi familia por algo más de 20 años, luego de haber viajado durante 2 años en barco de la mano de mi difunto abuelo. Hubo de ser hecho por una mano talentosa en Europa, y roto por una mano obstinada y torpe en Cartagena.
No tuve otro remedio que comprar uno parecido, muy costoso por demás, sin embargo, a pesar del agrado que simulo mi familia por mi acto de contribución y pago de pena, note que nada sería igual; el valor del jarrón estaba mas allá de lo material; estaba mas allá de lo que podía pagar.
Hace algunos días recordé esta penosa situación cuando abrí la página principal del Espectador y vi con asombro una noticia que bien cabe dentro de la analogía. La noticia mencionaba la imposición de una multa de 98 millones de pesos a algunos partidos políticos cuyos panfletos publicitarios habían ensuciado los muros públicos de la ciudad aun después del plazo legal estipulado.
Sin embargo, el acto de las entidades encargadas, que si bien es un intento por la preservación del espacio público y el cuidado de la democracia, parece no llenar las expectativas del divino proceder de la ley en congruencia con su concepto de democracia y espacio público.
Recordemos que el espacio público es un espacio, no precisamente material, en el que cabe a cabalidad todo lo referente a lo público, eso implica que dicho espacio no debe propiciarse para algún tipo de comunicación estrictamente vertical en la que se considere al ciudadano únicamente como “saco de derechos” puesto que esto puede perjudicar la percepción de los individuos y sus posiciones políticas frente a candidatos, mientras que por el contrario, el espacio público debe preservar el derecho a la libre expresión, evitando así que lo público sea tomado por intereses políticos por medio de imposiciones ideológicas.
Ahora, retomando la noticia, la multa resulta vergonzosa en vista de no hacerse necesario haber acudido 5 años a la escuela de comunicación social para saber que el efecto que la sobreexplotación perpetuada por candidatos y partidos en el territorio de lo público, pudo causar en los electores en las pasadas elecciones legislativas del 14 de mayo es inevitablemente irreversible e inapelable.
La explicación se hace sencilla. En primer lugar se hace inestimable la consideración de personas afectadas por dicha sobreexplotación, en segundo lugar, en el hipotético y absurdo caso de identificar a los afectados, se haría imposible determinar su nivel de aceptación de mensajes, y por último, sabiendo todo lo dispendioso que resulta la obtención de los puntos anteriores, el resultado no sería un arma punitiva para establecer medidas especificas en contra de dichos actos antidemocráticos.
La multa resulta ser entonces, para los partidos políticos, un superávit a nivel de resultados electorales y un anexo sostenible para su presupuesto destinado a campañas. Un precio nada difícil de pagar para los partidos y menos aun cuando esto implica necesariamente una obtención de ganancias electorales.
Por su parte la multa es, para los entes encargados de la democracia, un mugido y un crujir de dientes sobre la leche derramada o, para el caso de la analógica, es el jarrón repuesto a cambio del nostálgico. Es también una forma descarada de resolver su incompetencia; poniéndole precio a los votos de los perjudicados; dando a entender que 98 millones de pesos era el precio de la opinión pública afectada; restándole importancia a los resultados de la invasión ilegal de lo público, como si el pago de la multa tuviera la capacidad de retroceder el proceso de aceptación del mensaje, como si no fuéramos hombres dignos con entendimiento sino animales que viven alrededor de las cosas sin necesidad de entenderlas.
Ahora, sin más, y en vista de los resultados de las elecciones legislativas, las entidades encargadas del cobro de la multa muy seguramente obtendrán su pago; la nación, en cambio y muy seguramente, dejara de obtener las escasas prebendas que se pueden ofrecer en un panfleto contaminante de partidos; dejara de obtener su status de pensante y su alma estará siempre condenada a recibir lo que se le antoje a este sistema democrático de borrador y conveniencias.
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