He de haber pasado la línea de aquella mocedad y creo que pronto emperezare a olvidar, no quiero decir que sea ese mi deseo, pero pronto el devenir lo hará inevitable, será entonces como olvidar los pasos tiernos a gatas luego de ser un experto caminante.
Las estaciones que azotaron a este árbol, anciano en su juventud, han dejado sobre su tallo las marcas voraces de sus vientos tormentosos y las quemaduras sobre sus hojas del frio rocío del agua brusca, sin embargo las hojas pronto caerán y el tronco vera sanadas las heridas de su corteza… nada quedara para el recuerdo. Pondré, entonces, a una de mis ramas, a marcar con la sabia de sus trebejos las hojas en blanco de sus ramas para que el viento sea testigo de estas memorias íntimas y humildes.
Un poco de ruido…
No pudo ser otra mi entrada a este bar de vidas locas. Justo en la entrada, cuando apenas pagaba el cover, la encontré, arrimada al rincón de los naufragados, psicodélica, ensortijada y con labios prominentes, bastante habidos y precoces.
Era ella el estruendo personificado; bastante arrabalera al inquirir y muy silenciosa al confesar. Era ruido porque no escuchaba. Era un agujero negro por inexplicable y al mismo tiempo calculable, no era otra cosa que una realidad paralela inserta en una realidad de absurdos lógicos.
Le invite a bailar, quizás seducido por el panorama gótico de sus emociones, o quién sabe si intrigado por el afán de las hormonas emergentes, solo sé que sus pasos toscos y taconeados, aunque maltrataban mis pies, emocionaban a mi alma solitaria, endógena y prepotente.
Era entonces una danza alegre de extravíos y muerte, donde dejo escrita, al final del pasodoble de los amigos ausentes, la fecha inequívoca de mis óbitos fugases.
A pesar de lo hostil del baile sombrío me aferre a su cuerpo espinoso esperando escuchar un poco más de su ruido silencioso e intranquilo.
La masturbación de un ángel caído
Quienes conocen esta historia sabrán lo prohibidas de mis letras y la inocencia de mis ojos, sabrán entonces que todo pecador necesita de un ángel y que los yerros, maldiciones de la existencia, necesitan absolución trina.
No era, en aquel tiempo, más que el pecado mismo de no querer vivir, las cruses del calendario fueron marcas ajenas y la noche se empeño en ser obscura sin esperar asomos de crepúsculo. Fui un cadáver vivo retocado con pincel e ímpetu falso.
El día que, descendida del cielo, descanso en mi regazo la risueña criatura de muecas arcillosas y ademanes vistosos, fue inevitable ver volver el brillo inusitado a mis ojos opacos por desahucie. Vi en su quebranto mil razones para no morir.
Fueron tiempos mejores… le veía dichoso mientras caminaba con tropiezos de mi mano paternal; mis esfuerzos fueron siempre premiados por sus sonrisas desparpajadas e inocente.
Aun puedo recordar con viveza la llenura latente de aquel recoveco sentimental que, preñado de alegría incesante y sincera por el dibujo veloz de su quebranto risueño, dio nombre a sus propios días de vida.
Pero mis pecados se perdonaron solos mientras mimaba el rostro vivo de un ángel sin oídos ni milagros, que osaba a pagar con sonrisas y llantos los intentos fútiles de sus alas… más allá del candor de los mimos jamás encontré cariño en sus manos torpes, pues le vi atada a sí misma con la tapia de un muérdago egoísta.
Abrase su alma y ella abrazo la nada pues no pudo encontrarme, y cayo de la veladora con sus ojos plagados de llanto por chantaje, pero mi amistad traicionada no pudo resistir su pena y le dejo con dolor profundo y vigente en un mundo donde las cosas ponen nombre a los hombres y los hombres se castigan siendo sus esclavos.
Fui un masturbador consagrado por su alma, fui su mano derecha y su calor fraterno. Ella, por su parte, fue el impulso de la autosatisfacción y el destino mismo de sus placeres propinados. Sin embargo, después de todo, he de confesar que mi cariño y gratitud aun se guarda para ella en mis memorias gráciles e intimas.
Ricardo Contreras García