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De ese rostro inundado de lágrimas quedaban pocos recuerdos, no había muchas personas que hubieran visto esos ojos húmedos y débiles ante la nostalgia. Pero yo guardaba con orgullo y sigilo uno de esos escasos recuerdos de su debilidad; yo lo vi llorar en Cartagena cuando, sin mediar palabra y con llanto derramado, había reconocido los errores de su crianza frente a mi rebelde padre; Yo había sido testigo de esa escena hermosa que denotaba el obcecado paso del tiempo y la muerte del orgullo fraudulento que había llenado de tumbas nuestro remanso.

Mi abuelo había sido un carpintero rudo y honesto que se había obsesionado con el trabajo y la procreación; desde muy temprana edad se había dedicado a la albañilería y a los oficios de la madera, esto, sin duda alguna, habría provocado su sentido de rectitud desmedida y su obsesionado amor por el arduo trajín, cosa que para sus 10 hijos (Sin contar 2 fallecidos) siempre fue un tormento, pues, al igual que él, tuvieron que hacer convivir su infancia con el trabajo forzoso y con el maltrato por su renuencia.

Pero hoy, salía tras el arco de aquella quinta a la que lo confinaron sus arremetidas, salía acompañado por enfermeras, con un paso recortado que contrastaba con el biotipo de buen caminador que siempre fue, aun vestía con nostalgia de antaño con camisa de manga larga un chaleco a rayas y un pantalón negro. Al otro lado, lo esperaba su familia que se alegraba de verlo tras algún tiempo de ausencia. Mi abuelo llego a nuestro seno, entristeció sus ojos y dejo brillar su iris, la familia comenzó a abrazarlo por turnos y el viejo, sin rencores, respondía gratamente los afectos: acariciaba rostros, mostraba su sonrisa cancina y hasta bailaba con un saltadito boyacense que me hacia recordar a mi padre.

Era claro que el tiempo había hecho su efecto incuestionable; las manos que antes se prestaban para maltratar ahora brindaban caricias en las mejillas que antes azotaba hasta ruborizar; la boca de labios extremadamente delgados, que antes reprendía sin justas razones, hoy decía, sin remordimientos ni mentiras, sentirse orgullosa de ver a su familia reunida.

Eso fue una señal religiosa, un mensaje de un Dios anónimo que suelo desconocer. El mensaje dictaba: La cabeza sobre la que reposaban, inconformes, mi familia y todas las saetas de sus odios, ha sido derrocada por el tiempo, pero sobre ella ahora se erige, bajo el mismo nombre, una estirpe de nuevos hombres bajo el mando de la nobleza senil de mi abuelo.

Siempre he vivido con el deseo alegórico de verles juntos como una familia unida, articulada y funcional, y ahora pienso, después de tanto tiempo, que todo será posible cuando se olvide el rencor que se cultivó en el amanecer de la infancia frustrada de nuestros padres.

Aun vivo con el recuerdo latente de aquella reunión en casa del tío David, cuando en ceremonia por nuestra bienvenida se reunieron casi todos los maravillosos seres que conforman mi familia y a pesar de no poder negar la radiante pintura que adornaba aquel cuadro, he de ser sincero, ¡faltó amor! !falto fraternidad! Falto quien les guiase por el camino de los buenos frutos, pero muy a pesar del apremiante estado del tiempo siempre hay espacio para reflexionar y darle un cambio a nuestras vidas, a nuestra vida como familia, debe ser el tiempo del cambio, hay que seguir el ejemplo de nuestro abuelo y padre, no solo para cumplir mi sueño egoísta, sino también para darle la oportunidad a nuestros hijos de crecer en el seno de una familia maravillosa.

“El tiempo ha hecho su efecto en el cambio paulatino de las cosas. Todo habrá de mejorar”


Ricardo Contreras García

Pd: En dedicatoria a mi familia bogotana, a quien aprecio en unidad y en dispersión de manera incondicional, ¡Gracias!

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