Buscando los pasos de una historia que parece escrita en el aire pasajero de las bahías de Cartagena y que solo aparece cuando algún desprevenido se cruza con nombres tan poco sonantes como el de Artel; el ojo silencioso de un observador interesado, camina por las calles, con olor a antaño, de Getsemaní, en las que vivió “el poeta de las negritudes”.
Getsemaní era entonces, en los tiempos de Artel, así como en la época de la colonia, un lugar de confluencia de saberes populares donde se mezclaban los diversos mestizajes de la ciudad, así como un arcón sellado que conservaba el espíritu de una Cartagena yugada y esclavizada; era además, un lugar noble de gente raizal y arraigada en su tierra de historias.
Las calles, que en su mayoría conducen a la plaza, están coloreadas por tonos pastel, algunas de estas aun guardan con recelo balcones en madera, que se sostienen con travesaños perpendiculares untados de barniz, herencia de un rico legado arquitectónico español; las fachadas no guardan espacio para el jardín pues escasamente ceden al paso obligatorio del pretil; una ventana y un portón es ahora y era antes el único espacio de la casa dedicado a fomentar las relaciones con los moradores vecinos.
Ya en la plaza los niños se escabullen entre los bolardos que la alcaldía dispuso para impedir el paso a vehículos; los jóvenes y adultos prefieren las esquinas, el humo de cigarros y el deleitante sabor de una cerveza, con mas ánimos de jolgorio que de ágoras independentistas; la plaza muy contraria a su historia majestuosa y brillante en la que sin miedos y desde su interior, notables caballeros con sangre hirviente lucharon por su pueblo y fraguaron su independencia, y donde muchos años después naciera y creciera, entre fulgurantes asambleas de saberes populares, un destacado emancipador de su raza mulata, quien además, desde ese mismo lugar, comenzaría a comprender su realidad circundante y su compromiso con los repudiados, vive hoy del ambiente festivo que contagia y adormece esta ciudad de ebrios y pobres, esclavizados por una historia mal narrada.
Unos hombres mayores que departen al calor de unos tragos interrumpen sus “mamaderas de gallo” por un momento, solo para poner su cara extrañada frente al nombre ignoto de Artel; incluso, un hombre de setenta años, que cualquiera reconocería a priori como “salsero” por su boina y sus zapatos blancos de cuero cocido y plataforma baja, dice no recordar al hombre que vivió a escasos metros de su morada; solo un joven admite haberlo oído mencionar, de forma somera, en alguna conversación de extraños que dice no recordar.
Al fondo, a pocos metros de distancia, esta la casa donde vivió el ilustre poeta de los negros, tiene en su fachada, al igual que las demás, un portón amplio inspirado en los monasterios europeos y una ventana con barrotes de madera rojos; sobre la puerta se posa una estrella de ocho picos hecha en cerámica y sobresale un árbol de laurel anciano.
En su interior; la sala, que es a su vez comedor, es espaciosa y atrayente, fue desde allí donde muy seguramente Artel percibió en las tertulias ceremoniales del medio día, la exclusión y el clamor silencioso de su raza. La ventana, también grande, no obstaculiza la mirada atenta de quien se tome el tiempo de mirar la plaza; esta es, sin duda, mas que una ventana, la puerta al mundo emancipador de Artel.
En la azotea se alcanzan a ver, no tan lejanas, las murallas que acordonan la historia conocida de nuestra ciudad y la bahía que despliega el color garzo de sus aguas traviesas, para presentarse ante el mundo como musa inspiradora de la poesía marina del poeta.
La casa ya no guarda el recuerdo de su antiguo e ilustre residente, pues, los Romero Fernández, actuales dueños de la propiedad, solo reconocen el nombre del poeta por una placa conmemorativa en homenaje a Artel que se incrusta en la fachada, mas por deber que por orgullo; ellos compraron la casa hipotecada hace alguna buena cantidad de años y desconocen la vida y obra del hombre que libró sendas batallas contra la hegemonía conservadora reinante.
Y así, entre el olvido de nuestra memoria colectiva y el recuerdo de lo superfluo, ha vivido esta tierra que, a veces, pasa por desagradecida; mientras en los medios se habla de una pandemia que solo mata a desprevenidos, el olvido que padece esta pequeña patria ha estado acabando con la nostalgia de una ciudad heroica.
Ricardo Contreras García