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Una vez de tantas, en la que nos pegábamos al televisor durante 90 minutos, tan solo para ver, como fervientes seguidores, aquel suéter tricolor, que por aquel tiempo aun identificaba a una nación que entonaba a ratos canticos de “si se puede”.

Para aquella ocasión el rival de turno era el equipo venezolano, que pisaba el gramado del campin bajo la mas frívola noche bogotana; hacía algunas horas se habían bajado del avión para escuchar el alarde fanfarroneo de los periodistas que insinuaban una lluvia incesante de goles para la tricolor y una humillación acostumbrada para los ignotos hombres de Venezuela.

El estadio bramaba con el grito de la concurrencia, vanagloriándose del cartel de jugadores que presentaba la lista; El Tiempo, periódico de acogida nacional, ya había hecho lo propio, había entregado su orgullo a la misericordia del divino niño, dejo bendecido el suéter tricolor en su primera pagina de comienzo de semana.

Al cole, hombre carnavalesco y animador de sentimientos, que corre por las esquinas del estadio con su ajuar pintoresco, parecido a la pinta curiosa de un pajarraco, fue sorprendido por el comienzo inesperado del partido.

Nosotros desde nuestra casa comenzamos un parto al que nos acostumbramos en los años siguientes, nada parecía ser como se especulaba desde las cabinas de radio en los análisis previos del partido. Colombia sufría con su ego hinchado; sufría como aquella vez en londrina; como aquella otra en Italia; pero aun así Colombia, la nación, dibujaba con color esperanza sus aspiraciones mundialistas.

En el entretiempo, con la selección empatando a ceros, las cabinas manifestaban el ron de pasillos que corría a voces por las tribunas del Campin: “Si meten a pachequito, sin lugar a dudas el partido será a otro precio”. El bolillo, desesperado, entendió bien el sentimiento de su familia tribunera y decidió alistar a Pacheco para el segundo tiempo.

Pacheco se alisto y salió a hacer lo mismo que sus pares, la ilusión se alimentaba solo algunos minutos, cuando parecían encontrar, los jugadores, un futbol lirico que los caracterizo mundialmente en otras épocas mas gratas; el periodismo se desconcertaba en los fogonazos titilantes de los suyos, no encontró mejores formas de mantener el rating que animar por medio de alabanzas nostálgicas de una historia pasada, mientras desde sus cambines neceaban torpemente los escapularios que el resto del año usaban como adorno para el cuello.

Solo hasta las postrimerías del encuentro, el divino niño tuvo tiempo de encontrar con su dedo a la deslucida selección tricolor: un tiro cruzado desde la derecha que “el pitufo” De Ávila empujo con la cabeza, hiso levantar al publico de su aletargo prolongado e hiso cesar las oraciones y suplicas que se enviaban al cielo como lluvia torrencial e invertida; “El pipa”, autor del gol, corrió hasta la banderilla del córner, mientras se levantaba el suéter para dejar ver su camisilla sudorosa que llevaba un mensaje de agradecimiento a Dios, la virgen y el divino niño. Habiendo ya dejado ver su fe ferviente se persigno varias veces antes de reanudar el partido; algún tiempo después el partido había terminado con victoria tricolor.

Al rato, ya adentrados en la celebración, unos niños que jugaban, motivados por la emoción viva de la victoria, reproducían, ante cada chillido de gol, aquella celebración famosa del “Pitufo”, incluso detallaron las veces en las que se dibujo la cruz sobre su pecho y el mensaje desliñado por el sudor de su camisilla, no dudaban tampoco en hacer comentarios con respecto al diablo tapado en el bordado del suéter rojo de Cali que vestía entonces.

Al día siguiente en los diarios del país, el divino niño y sus secuaces Santísimos y trinos, volvían a tener en la embajada colombiana un principio de nacionalidad y una acogida de héroes salvadores; El cielo volvió a ser tricolor y “el pipa” para todos no era mas que el ángel portador de sus buenas nuevas.


Ricardo Contreras García

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